El futuro fue entonces: El rostro cambiante de la Italia fascista
A principios de 1918, un desconocido escritor y burócrata de poca importancia del norte de Italia escribiría un artículo de opinión en un periódico urgiendo la necesidad de «un hombre lo suficientemente despiadado y enérgico para hacer una limpieza» y darle nueva vida a Italia. Durante un discurso en Bolonia tres meses más tarde, insinuó que él mismo podría ser aquella persona. Cuatro años más tarde encabezaría una marcha sobre Roma para demostrar que, efectivamente, lo era.
Su nombre era Benito Mussolini.
Tras la Primera Guerra Mundial, la península italiana ya no era el lugar de antaño: la cuna del Imperio romano —quizás el más poderoso que jamás haya existido— y del Renacimiento, cuando la cultura y el arte primaron y se amasaría una enorme riqueza. Italia había decaído hasta convertirse en una de las naciones más pobres de Europa, ante un pueblo desafecto y dividido entre sí. Durante las dos primeras décadas del siglo XX, se vería abismada por una guerra mundial, una pandemia devastadora, emigración a gran escala, la escasez de alimentos y una rápida inflación. Mussolini, antiguo maestro de escuela y veterano de guerra, construiría gradualmente un culto a la personalidad en torno a su reputación como líder populista, un deliberado bufón abusivo que se ganaría el apoyo de una inusual coalición de la élite industrial del país —quienes vislumbraron una oportunidad— y la gente pobre del campo que lo veía como a uno de los suyos. En 1922 lograría reunir en la ciudad capital a treinta mil rufianes vestidos de camisas negras, quienes exigieron la renuncia del primer ministro a lo que hacían el «saludo romano». El rey de Italia, Víctor Manuel III, temiendo que se desatara la violencia, entregaría rápidamente el poder a este joven radical.
Mussolini tomó el poder sin elecciones y gobernaría sin moralidad. Con todas las ramas y oficinas del Estado bajo su poder, juró gobernar sin contrapesos ni mecanismos de control, afirmando que restauraría la ley y el orden. El rey y mucha de la población italiana le creyeron.
Dos años más tarde, tras su segunda elección, Mussolini sustituiría por completo las autoridades del Gobierno por personas extremadamente leales y declaró los objetivos que pretendía alcanzar para la nación: su resurgimiento como potencia mundial y el restablecimiento del Imperio romano para enorgullecer al pueblo italiano y ofrecer gloria al país. Los 21 años posteriores serían entre los más turbulentos en la historia de una península con dos milenios de agitación política a sus espaldas: la entonces incipiente nación italiana —apenas 50 años después de la reorganización en un Estado unificado de sus antes dispersos ducados, principados y provincias— sufrió un cambio tempestuoso al verse electrizada por ambiciones colonialistas, industrialistas y racistas que la llevarían a la Segunda Guerra Mundial, a una guerra civil y, por último, a la fundación de la República Italiana moderna.
A medida que Italia se expandía geográfica, cultural y creativamente, mucha de la población italiana sentía que el futuro era ahora. El Estado —y su enorme influencia cultural en las empresas privadas— presentó, promovió e impulsó una nueva identidad nacional que supuso la transformación no solo de Italia, sino también del pueblo italiano.
Y así comenzó la tarea de vender Italia: al interior, en el extranjero y como una idea en sí misma.
Todos los afiches, esculturas y objetos forman parte de Colección de Fondazione Massimo e Sonia Cirulli en Bolonia, a menos que se indique lo contrario.
Poster House reutiliza en lo posible materiales de exposiciones anteriores para impulsar prácticas sostenibles.
Este programa es posible gracias, en parte, al apoyo de los fondos públicos del Departamento de Asuntos Culturales de la Ciudad de Nueva York, en colaboración con el Consejo Municipal y el New York State Council on the Arts (NYSCA).
El texto con letra grande, la traducción al español y un resumen en lectura fácil están disponibles a través del código QR y en atención al público.