La ciudad de las maravillas: Afiches turísticos de Nueva York
Traducción de Sofía Jarrín
Nueva York no siempre fue «la ciudad de las maravillas». Durante siglos, para el pueblo Lenape la zona de la entrada del actual puerto de Nueva York era su hogar. En 1524, el primer explorador europeo, Giovanni da Verrazzano, navegó hasta lo que hoy es la bahía de Nueva York y casi un siglo después, en 1609, durante su exploración en nombre de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, Henry Hudson ayudó a fundar Nueva Ámsterdam, un asentamiento controlado por los Países Bajos. Con aproximadamente 837 kilómetros de costa –más que Los Ángeles, San Francisco, Miami y Boston juntos–, Nueva York fue un puerto importante mucho antes de convertirse en un destacado destino turístico. Su puerto natural de aguas profundas y embarcaderos protegidos, convirtieron a este lugar en un atractivo, accesible y seguro refugio para los navíos. El Canal de Erie, inaugurado en 1825, fue construido para conectar el río Hudson con los Grandes Lagos y dar a comerciantes acceso al interior del país. Esto aumentó aún más el atractivo comercial del puerto de Nueva York. Cuando comenzó la Guerra Civil en 1861, Nueva York ya era uno de los tres mayores puertos del mundo.
A medida que la ciudad crecía, se convirtió en un importante centro para el transporte ferroviario y marítimo, un punto de entrada para inmigrantes, mercancías y sueños así como la capital comercial de la nación. Pronto se convirtió en un bullicioso y próspero centro urbano. Cuando inauguraron el puente de Brooklyn en 1883 y la Estatua de la Libertad en 1886, ambos se convirtieron en impresionantes puntos de referencia, dándole forma a la identidad visual moderna de la ciudad. Cuando el área metropolitana de Nueva York fue consolidada en 1898, en una sola ciudad formada por cinco distritos, ésta se convirtió en una de las mayores zonas urbanas del mundo, superada solamente por Londres en términos de población. Además, a partir de la década de 1870, una serie de rascacielos empezaron a poblar lentamente su horizonte; un proceso que se amplió en la década de 1890 –cuando este término empezó a utilizarse más frecuentemente–, estableciéndose así la concentración más densa de edificios altos del mundo de aquella época. A partir de la década de 1870, un sistema de trenes elevados recorría la ciudad que, para principios del siglo XX, estaban electrificados y, ya en 1904, el subterráneo empezó a funcionar. No era exagerado llamar a este vibrante, dramático y extraordinario lugar la «ciudad de las maravillas».
La frase, el sueño dorado de los comerciantes, fue utilizada esporádicamente en anuncios y artículos de periódicos y revistas durante las últimas décadas del siglo XIX. Varias ciudades del país y de Europa también la utilizaron en sus anuncios publicitarios en aquella época. Ya en 1914, la frase había aparecido también en un folleto de turístico Nueva York. Estos populares souvenirs, junto con las postales y los libros de postales, difundían imágenes de la ciudad y de su apodo. Esfuerzos en el pasado por describir a Nueva York de una manera única habían tenido menos éxito publicitario: frases como «la cosmópolis americana», «la primera ciudad del mundo», «la ciudad asombrosa» y «la ciudad más importante del mundo» nunca llegaron a pegar. No obstante, el hecho de que Nueva York era realmente una «ciudad de las maravillas» era evidente para todos.
El crecimiento explosivo de Nueva York a partir de finales del siglo XIX generó la producción más grande de afiches turísticos que ninguna otra ciudad del mundo: una multitud de imágenes tan variadas como su identidad en constante transformación, con perspectivas desde el agua, el suelo y, finalmente, desde el aire. Esta exposición hace un recorrido de la ciudad de Nueva York y lo que representaba para inmigrantes y turistas, a lo largo de las décadas. Es una experiencia visual y gráfica que nos anima a contemplar con deleite todas las formas en que el arte logró captar la multitud y la magnitud de esta pujante metrópolis, en su afán por vender el ajetreo y el bullicio, sus brillantes luces e imponentes estructuras y, en ocasiones, plasmando momentos de intimidad e imágenes de la vida cotidiana dentro de este gran cañón urbano y entre zigurats.
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